Qué difícil resulta atrapar en palabras lo que se vive en el Bazar de la Confianza. Más aún cuando se intenta ligarlo a términos fríos y exigentes como impacto o resultados. Hoy prefiero hablar de lo que me atravesó al vivirlo por primera vez. Lo conocía de oídas, porque familiares, amigos y mi pareja me lo habían contado tantas veces que parecía haberlo recorrido. Sabía de su historia, de las cifras, de lo que se decía en medios, pero me faltaba lo esencial: sentirlo.
Este año más de 23.500 personas nos reunimos con un mismo motivo: detenernos para pensar en lo que importa, en cómo vivimos y consumimos, en la posibilidad real de otra economía distinta a la del sistema hegemónico. Para muchos es un ritual esperado en julio (este año tocó en agosto); para otros, como yo, fue el descubrimiento de un universo en un solo día: 280 propuestas de 36 municipios de Colombia, 130 actividades, siete espacios temáticos, una tarima central y toda la plataforma solidaria de Confiar.
Historias que florecen en el azar
Están quienes llegan por primera vez como expositores, con nervios y expectativas. Marena’s, por ejemplo, trajo los sabores del Pacífico con su cocina a base de atún de Bahía Solano. Catalina Lozano, una de sus integrantes, resaltaba no solo la acogida del público, sino también la complicidad entre vecinos de stand, la organización previa y la ayuda de los carretilleros; también resalta la asistencia masiva y como, a pesar de los contratiempos que no pueden faltar, al final queda la satisfacción de hacer parte de algo grande.
Santiago Serna, el Corzo, me cuenta que después de venir como asistente varias veces, sintió afinidad con este proyecto y se estrenó con un puesto para su editorial Corzo Blanco, con su particular apuesta: poemas creados en máquina de escribir. “Pareciera fuera de tiempo y de lugar”, me dijo, y, sin embargo, allí encontraba eco y acogida. El Bazar invita justamente a eso: a detenerse en lo pequeño, en lo artesanal, en lo que tiene alma.
El Bazar no solo convoca, sino que acompaña y crece con las familias
En contraste, están los que ya llevan en la piel al Bazar. Leonor, por ejemplo, baila al ritmo del son cubano y me dice con emoción que viene hace muchos años, lo compara con los bazares de su infancia en la parroquia y se maravilla con la magnitud del evento.
Jacob Duque, por su parte, resalta que desde niño ha visto a su madre Nubia participar con tradiciones colombianas, su unidad productiva de guarapo artesanal con la que ya suma 19 versiones en las que ha visto crecer a su familia.
Humberto Cardona llegó desde Santa Bárbara, Antioquia. Con la misma emoción con que habla de ser apicultor desde 1978, relata que ha venido desde el primer Bazar, en el que no vendió nada, pero regresó recargado al año siguiente y desde entonces no ha parado: se ha posicionado, ha hecho crecer su proyecto y ha transmitido el amor por la apicultura a la segunda y tercera generación de su familia.
Al final, me descubrí en una contradicción
Quería verlo todo, documentarlo todo, como si pudiera atrapar la totalidad del Bazar. Estaba en un lugar, pero al mismo tiempo quería asistir a una conferencia, un conversatorio o una presentación artística en otro.
Entendí, entonces, que en un lugar que invita a la calma, lo esencial era bajar el ritmo: conversar, bailar, compartir con los míos e ir dejando que las historias y los productos hechos con amor llegaran a mí, sin forzarlo, dejándome sorprender.
Detenerse no es parar, sino encontrar una cadencia, como en la bicicleta: un ritmo que permita sentir y vivir lo que ocurre alrededor mientras se disfruta el viaje.
Así, llego a la conclusión de que la palabra impacto va en contravía de lo que busca el Bazar, que no se mide solo en números sino en alegrías y vivencias. Más que dejar un impacto, deja huellas, recuerdos, certezas para atesorar.
Y me queda la sensación de que, en realidad, no importa si ya viniste en otras ocasiones o no habías asistido antes: cada vez es la primera vez en el Bazar de la Confianza.