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Por: Paula Camila O. Lema
Agosto de 2014

El 29 de junio no llovió. Al Jardín Botánico llegaron más de veinte mil personas –20.883, dicen las boletas– pero no hubo tumulto. “Todo fluyó”, hasta el baile. El 15° Bazar de la Confianza, la expresión de Confiar en un día, en una crónica.

Las nueve de la mañana es la hora en la que en teoría todo comienza. En el Jardín Botánico hay gente que arrancó esa madrugada, que estuvo la noche, el día, la semana, los dos o tres meses anteriores preparando todo para este momento. Gente con camisetas de colores que dicen cosas como “Soy asociado y ahorro con paciencia y gasto con parsimonia”. Gente que estuvo hace quince años, cuando surgió la idea de hacer un bazar, en mitad de una crisis, que es cuando surgen siempre las mejores ideas.

El Jardín, en teoría, se ve todavía medio vacío, pero las personas que están ahí desde temprano son amigos por abrazar y besar, gente que esperaba la llegada de este domingo un poco por eso, por saludarse, verse, decirse hola, mirá, otro bazar en el que nos encontramos. Los demás, familia, amigos, cuando no caras conocidas, y uno que otro neófito –siempre bienvenidos–, llegarán luego, durante el transcurso del día, que es lo que este todo tan pequeño pero tan grande dura.

Por una senda de piedra, entre el Orquideorama y el Patio de las Azaleas, camina la Abuela Lucía acompañada de su nieto Andrés, un jaibaná muy joven –casi un niño–, y de Camilo, un joven casi rubio que toca un tambor ceremonial. La Abuela Lucía es una indígena del resguardo Karmata Rúa del municipio de Jardín; es cercana a Confiar, y buena parte de su comunidad está asociada a la agencia de Andes. Camilo, por su parte, pertenece a la Fundación HijuePachas, conformada por estudiantes universitarios que, entre otras cosas, activan la maloca del Jardín y “dinamizan” el Consejo de Visiones. “Inspirado en los encuentros que nuestros ancestros han realizado como medio de compartir enseñanzas, historias y conocimientos, el Consejo de Visiones – Guardianes de la Tierra es un evento que reúne personas y pueblos de todas las direcciones de las Américas y del mundo para discutir y celebrar nuevas (y ancestrales) maneras de vivir en armonía con la tierra”, reza la sede virtual de Común Tierra, una investigación sobre comunidades sostenibles en América Latina.

La Abuela esparce agua con un ramillete de albahaca por todo el Jardín y musita una oración mientras Camilo golpea el cuero templado. Tampoco ese ritual “para purificar espíritus” comenzó ese día, sino el anterior, sábado, con una danza en la maloca. El mismo que han hecho los últimos cuatro bazares, casi siempre para invocar al Sol.

El primero, contará otro día Joaquín Suárez, “Fue uno de los más duros que me ha tocado”, dirá. Montaron el bazar bajo una lluvia persistente y metros de plásticos. Llovió hasta el sábado por la noche, pero al día siguiente brilló el Sol e incluso se fue el agua. “Que encartada llamando tanques, comprando unas canecas grandes para llenar”. Ahora preside los rituales el abuelo Rodolfo, un indígena andoque de la Amazonía.

Es justamente por la lluvia que desde hace tres años el bazar se hace en junio, porque los primeros se hacían en septiembre y octubre y siempre llovía, e incluso hubo uno, hace un par de años, que tuvieron que cancelar porque el cielo se negaba a despejarse. De todas formas, hasta en temporadas de invierno el Sol asomó cada vez, aunque fuera para secar la humedad de los días previos.

Bajo este, en un cielo sin nubes, a metros de la senda que acaba de recorrer la Abuela, dos marionetas de acento extranjero hablan de El Paraíso, el centro social y recreativo que Confiar tiene en Cocorná, en el Oriente Antioqueño. Entretanto, John Fredy, un niño de doce años que lleva una camiseta del proyecto Arco Eres, ayuda a su mamá a revisar las canecas del Jardín en busca de reciclaje.

Mucho más allá, al sur del Jardín, entre el lago y el Edificio Científico, está Contactos con la Naturaleza, uno de esos espacios ya institucionalizados del bazar –existe desde el primero–. Varias personas hacen yoga alrededor de un altar de fuego, frutas y flores. Muy cerca, una decena de payasos les hablan a los madrugadores desprevenidos de diversidad.
Pertenecen a Liberarte, Colectivo Popular de Teatro, que este año asiste por tercera vez al bazar. Uno de ellos dice que a él muchos no lo quieren por tener cola –una cola que sale de su overol naranja, sobre su camiseta a rayas de colores, bajo sus mechas de tiras de trapo–, pero que a todos hay que quererlos y aceptarlos como son, incluso a los payasos con cola. Hoy, 29 de julio, también es día del Orgullo Gay. Cientos de integrantes de la comunidad LGBTI desfilarán ese día por las calles de la ciudad con su brillo y su parafernalia, y más tarde cerrarán la Avenida Oriental para hacer otra fiesta.

Hacia el norte, en el lugar bautizado como Expresión Joven, junto al teatro al aire libre, una veintena de jóvenes, niñas y niños desfila en trayectoria lenta, ceremoniosa, con puñados de tierra en las manos que van depositando en un montón. Un parlante escupe la voz de periodistas y fuentes militares, la guerra en la ciudad reducida a cifras: muertos, armas incautadas, agentes de policía asignados a tal o cual territorio, balaceras, guerrilleros “heridos en combate”. A pocos metros hay una decena de ladrillos alineados en u. ‘El Aka’, director de esa callada orquesta, los destruye con un martillo uno por uno, pesa los escombros en una báscula, los ordena en pilas y escribe ““Agroarte” con cal en el suelo.

El Aka es rapero, gestor cultural y activista que siembra y rapea con muchachos de toda la ciudad, los mismos que desfilan esgrimiendo tierra, integrantes de Agroarte, Semillas del Futuro y Unión entre Comunas. Las dos primeras organizaciones tienen su cuartel en la Comuna 13, pero Unión entre Comunas, “el parche grande”, reúne jóvenes con talento para el hip hop de varias comunas de la ciudad, e incluso de Bello y Barbosa. “Estas
violencias nos han arrebatado muchos sueños, muchas ganas de sobrevivir, nos han alejado de los otros. Nuestras raíces, aunque vivamos en la ciudad, son campesinas, y cualquier niño siempre reconoce algo de las plantas, recuerda cuando la abuela le hacía un menjurje. Desde ahí nosotros juntamos el hip hop con el agro. El hip hop está allí, debajo de la calle, en la tierra, y la tierra contiene nuestra historia, nuestra memoria,
nuestra lucha”, dirá más tarde el Aka, mientras espera el momento de presentarse con sus pelaos en la tarima principal del Orquideorama. En la 13, de donde es el Aka, la Cooperativa tiene una agencia, y también uno de sus quince en-claves juveniles, una estrategia más bien reciente que apoya y acompaña iniciativas y procesos juveniles en los departamentos del país donde tiene presencia, sobre todo en Antioquia.

El Aka y sus chicos son otro punto de esa larga espiral que es Confiar.

En Contactos con la Naturaleza, en dos puestos que parecen uno porque están lado a lado, están el señor de las abejas, Humberto, y el de las cometas, ‘Cadavid’. Han estado en los quince bazares, e incluso desde antes, pues el bazar es el resultado de otras fiestas, con otros propósitos, para las familias o para los niños, celebradas antes de que la crisis financiera de finales de los noventa diera origen a estos sagrados, indeclinables domingos. Por ejemplo, la fiesta de la Gran Familia Confiar, que se hizo en 1992, en el centro recreativo de la cervecería Pilsen, a propósito de los veinte años de la Cooperativa y del cambio de razón social a Confiar Caja Cooperativa. También celebraban estar cumpliendo “al pie de la letra” lo que se habían prometido en el Plan Estratégico de Desarrollo de 1991, en el que le dieron orden –“forma y contenido”– a la visión de Confiar.

A esa fiesta en Pilsen, en la que se prefiguro buena parte de lo que ahora entrega el bazar, asistió Humberto, con unas cajas tremendas de las que no vendió ni “un solo centavo”. Pero esas eran fiestas para los asociados, y esta fiesta es para la ciudad, y por eso exhibe sobre la mesita del toldo miel, polen, jalea real, y una colmena de vidrio en la que zumban centenares de abejas. El polen, mezcla de polvo de flores y miel, sirve para el cansancio mental. La jalea real solo la secretan las abejas que tienen entre cuatro y doce días de vida; es lo único de lo que se alimenta la reina, que a esa hora se deja ver, por fuera del panal, más grande y mona que todas las demás; “sube las defensas, es para personas enfermas, débiles”, dice Humberto. Y después cuenta que los zánganos se mueren al copular porque su aparato reproductor está conectado con sus entrañas, como lo está al aguijón con el que pica.

La cera sirve para muchas cosas. Por ejemplo, para “pa encerar nailon, pa elevar la cometa”, como dice ‘Cadavid’, quien está acompañado de su hijo Sandro, cometero como él. “Es que este hombre es consumidor de cera”, replica el apicultor, y entonces Cadavid explica que da rigidez a la cuerda y evita que se deslice, y el hijo interviene para decir que es para liberarla, para que no se enrede”. Luego explican, entre los dos, las diferencias
entre la caña de azúcar y la cañabrava, y el hijo dice que la de azúcar es “más fina pero la dulce es más resistente”, porque la cañabrava solo puede cogerse en menguante, antes de la salida del sol, y no se puede dejar mojar ni serenar, aunque soporta más fenómenos que la dulce, que sí se puede mojar. Una vez, cuenta, tuvo una cometa en un árbol diecinueve días y solamente perdió dos barras por la caída. Les gusta más la dulce, pero
depende del tamaño de la cometa. Una vez elevaron una hecha con dulce “por toda la avenida Regional, desde un carro en movimiento, a setenta kilómetros por hora, y no le pasó nada”. El papá saca una de un estuche doble, hecha por él. Dice “la cuido mucho”, me pide que la pese como antes el hijo me había pedido que soliviara una vara de cañadulce.

Luis Carlos Cadavid lleva 35 años elevando cometas. Es de Támesis, le gusta el “contacto con el viento”. Aprendió a hacerlas “por intuición”, a recoger la cañadulce verde y enderezarla para que vuele: “Yo cultivo el arte de la cometa, o sea que yo las reviso, las organizo. No es lo mismo que dedicarse a hacer cometas. Hay mucha gente que hace cometas, pero no saben por qué vuela. Yo les estudio, y les veo los detalles y todo”. También eleva cometas “con viento de agua”. Lo emocionante, dice, es que si el viento cesa y el agua aumenta, la cometa se cae, pero si cesa el agua y aumenta el viento, la cometa vuelve a tierra seca.

A pocos metros de ellos hay tres cometas. Dos de ellas son obra del hijo, que también se dedica a hacerlas, en su empresa, Skirion, el mismo nombre del grupo de alrededor de quince personas que desde hace muchos años, todos los sábados, pasado el mediodía, se encuentran en el cerro El Volador para contactarse con el viento. “Esa es la oficina”, dice el hijo. Una es mediana, azul y blanca, con el escudo del Millonarios, el equipo al que le
hace fuerza. La otra, muy grande, es una Cody de ala extendida, inventada por Samuel Franklin Cody, que en la primera guerra mundial fue usada para transportar soldados. Eso cuenta Jhon, el coordinador de Contactos con la Naturaleza, al sumarse a la reunión, y luego explica que los hermanos Wright dedujeron de las cometas muchas cosas para inventar el avión: “porque lo humano son las cometas y lo divino son las aves, y por eso el deseo de volar: recordemos las brujas de Salem, Ícaro, el hilo de Ariadna”. La cometa, de cuatro metros de altura por diez de envergadura, consiste en “dos celdas” –amarillas–, “provistas de alas angulares” –rosadas–, que se extienden a los lados y la asemejan a un murciélago, Bat, como la llamaba su inventor.

Enfrente hay otra, más pequeña, similar a una gran colmena. La hizo un amigo, dice Sandro, y las celdas son muchísimos cuadrados perfectos de cinco por cinco –en telas fluorescentes– que forman un gran hexágono. Una mujer se le acerca para pedirle una foto que enviará por correo electrónico a algún ser querido en Francia.

Los que han estado cerca saben que la Cooperativa es ese punto en el que se encuentran un cometero y un apicultor para intercambiar cera e ideas, donde conversan y juntan las mesas, al menos una vez al año, durante más de quince años. Que Confiar, en los recuerdos, es una cometa, un pedazo de cera, una vara de caña, un pabilo encendido entre varas de bambú, unos signos meteorológicos dibujados en el piso con cal y escarcha.

En las caminatas, en los paseos, en los talleres, en el bazar. En acción simultánea, repartidas por todo el Jardín Botánico –entre árboles, pájaros y patos, en torno a un lago–, palpitan pequeñas partes de Confiar. Los que han estado cerca saben que hay algo sagrado en este día, irrepetible. Como en el pasado, cuando el Jardín era otra cosa, un lugar cerrado, lejano; o la vez que un tipo que luego se convertiría en alcalde pasó por allá, un domingo de esos, lo vio tan lindo aunque precario, y dijo: si llego a ser alcalde, le meto mano; o después, cuando el tipo se convirtió en alcalde e hizo lo prometido, entre el polvo y los escombros del muro que cayó. Como hoy, que el Jardín es público, está abierto, remodelado, tiene el Orquideorama y es sede de tantos eventos en los que no se adueñan de él hasta su último rincón como lo hace en el bazar la gente de Confiar.

La mañana pasa volando, como una cometa de infinita cuerda, como pasan siempre todas las mañanas de estos domingos, que no obstante dejan la sensación de haber vivido mucho en un lapso muy breve. Es una sucesión de saludos y reencuentros, de instantáneas en varios lugares que al final de la tarde, cuando todo termine, no habrán sido todos, ni siquiera la mitad.

En el Escenario Arte y Juego, en Expresión Joven, suena un redoble de tambores y una pareja baila una “cumbia bananera, cumbia pa gozar”. El hombre rompe y roza la tierra y la mujer lava en una tabla rayada, y entretanto cuentan, cantando, de un lamento en Urabá, de bombas, de explosiones. “Que se dejen de tanto odio, que se pongan a trabajar”, dice uno, y luego todos, pareja y compañía, corean “manduco viene, manduco va”. Quienes bailan, quienes tocan, quienes están tras bambalinas, y también la niña de cinco años que minutos atrás, enfundada en una malla verde, se contorsionó al ritmo de la música, son de Camaleón de Urabá, una corporación cultural amiga de Confiar desde hace muchos años, que ahora también es un en-clave juvenil.

Al norte, después del Orquideorama, donde un tipo de voz profunda canta un bolero, está Rincón de mi pueblo, una feria agroecológica que comenzó con tres toldos y variaciones artesanales y microempresariales, y ahora ocupa el Patio de las Azaleas y se concentra casi por completo en la agricultura limpia, el comercio justo, el intercambio entre el campo y la ciudad.

Presentados pulcramente sobre las mesas hay infinidad de productos podría decirse hermanos, porque allí todo apunta a lo mismo. Conservas, especias, vegetales, yerbas, granos, semillas. Verduras que no se ven en los supermercados. Una berenjena lila, alargada, un tomate con forma de manzana, fríjoles de manchas y colores varios. “Las multinacionales han patentado las semillas entonces la mayor parte de lo que conoce la gente son variedades únicas”, explica Tarcisio, integrante de la Red Colombiana de Agricultura Biológica, Recab. Tiene puesto el delantal que Confiar entregó a todos los que manipulan alimentos: “Alimento sano, pueblo soberano”. Debajo, una camiseta amarilla que dice “Transgénicos, peligro biológico”. Desde el segundo bazar, porque para el primero aún no existía, la Recab reúne aquí –y en toda la ciudad– productores agroecológicos del departamento, campesinos, pequeños, pero sobre todo limpios.

Además de la Recab, en el Rincón hay otras organizaciones independientes y otros pequeños productores con historias, y algunos más que vienen hace poco. Por ejemplo, Luz Marina y Óscar, pareja recién llegada, propietarios hace quince años de una pequeña empresa de jabones ecológicos –sin grasa animal, sin químicos– llamada Sat, que en sánscrito quiere decir “Verdad”, porque sus jabones están hechos de lo que dicen estar hechos. “Ha sido perseverancia, y ha sido investigación, porque pues de todas maneras cambiarle la mentalidad a la gente es muy difícil, sobre todo porque ya usted todo lo encuentra hecho –dice Óscar-–. Y a la gente no le interesa mucho de qué están hechas las cosas, solo que sea fácil de conseguir, fácil de usar. El bazar me parece que es una posición importante en la que estamos defendiendo muchas cosas”.

A la tarde la gente ya se ha detenido, se ha sentado en las mangas, sobre sábanas y colchas, en los charcos de sombra que ofrecen los árboles. Yo, que he estado en todos los bazares desde el primero, y en algunas de las fiestas que lo antecedieron, que aunque me sacara del paisaje allí estaría, que por amor ahora lo observo para narrarlo, no me detengo demasiado tiempo en ningún lugar, en ningún bazar, para que no me embargue luego la sensación de haberme perdido de algo o de alguien. Soy yo quién saluda, abraza, dice mirá, otro bazar en el que nos encontramos. Y sé, porque soy de las que están cerca, que ese día todos se ven en los demás, las caras queridas y recordadas. Me lo diría más tarde el gerente: “Que se le acerquen a uno y le digan: aquí me veo con la gente con la que me he reconocido toda la vida pero que llevaba años sin ver…”. Si camino sobre el césped, entre las carpas para hacer, veo a la gente haciendo: figuras en arcilla, ángeles de trapo, atrapasueños, origami, estampación de camisetas. Las plantillas para los estampados, en la carpa del colectivo de jóvenes Creación Libertaria, dicen cosas como “La minería contamina, enferma y mata”, “El agua vale + que el oro”, “Defiende tu territorio”, “América Latina resiste”, “La tierra para sembrar comida, los ríos para la vida, luchemos contra las hidroeléctricas y la minería”.

Al desplazarme un poco me topo con la mujer que hace tatuajes de jagua, y luego con otra que ofrece agua de mar, esa bendición tomada de mar adentro, a diez metros de profundidad. Si me muevo hacia el occidente, por el camino de colores, como bautizaron la senda de concreto que une el Orquideorama y Expresión Joven, encuentro a las organizaciones de varias regiones de Antioquia con las que Confiar tiene alianzas solidarias: Cesta y Casa Kawak de Támesis, Asociación Agropecuaria de productores de Caramanta, Antioquia, Fundación Solidaridad Oriente Antioqueño, y otras.

Mientras devuelvo mis pasos hasta el Teatro al Aire Libre, los jóvenes de Ourobouros, de San Cristóbal, me regalan ejemplares de su revista literaria, mientras al lado, bajo una carpa, una treintena de ajedrecistas defiende su silencio. Más tarde, en el Escenario Arte y Juego, donde se han sucedido una tras otra las funciones teatrales y de danza, los talleres literarios y los conciertos, me quedo a ver uno de rock –y hardcore y metal–, Voodo, cuatro chicos y una chica que no superan los veinte años, ellos rockstars de vestido y ella diva masculina con cola alta, con dos guitarras, batería y bajo.

En el Orquideorama, más tarde, veo suceder lo propio pero con más público y volumen:
danza, guasca rock, jazz francés. Al lado los pelaos de Unión entre comunas esperan su momento de presentarse, y entretanto bailan, se reparten una Pepsi. La presentadora les recuerda a todos que Confiar defiende el agua como bien público, y por eso no promueve el agua industrializada sino que aconseja reciclar las botellas y tomar del agua pública de la ciudad. Luego los pelaos, que no superan los dieciséis años, cantan con esa rabia contenida a medias de los raperos, dicen cosas como “se vive con rencor, se sueña con un futuro y no se corrige el presente”, y uno cita Benjamin Franklin: “Si no quieres perderte en el olvido tan pronto como estés muerto y corrompido, escribe cosas dignas de leerse o haz cosas dignas de escribirse”. Cantan de a uno, o de a varios, por los muertos, los desaparecidos, mientras detrás del escenario, sobre las ramas de los árboles, se va haciendo una fila de gallinazos.

Más tarde, con los pies ya adoloridos, me cruzo con el gerente. Está eufórico, tiene la cara llena de escarcha proveniente de quién sabe dónde, dice, al trote, que en la alcaldía a veces hablan de la posibilidad de hacer una gran fiesta de ciudad así como el bazar, pero “no lo pueden hacer. La única entidad con capacidad de hacer esto, por relaciones, es Confiar”. Lo dice con una felicidad que no necesita contagiarme porque yo estoy bajo el mismo sol, como todos. Sigo caminando y regreso a Contactos con la Naturaleza, mi lugar predilecto, el de llegada y el de salida. La gente ya ha empezado a recoger pero todavía se ven comparsas, zanqueros, sol. El altar ya no tiene frutas y flores pero arde el palosanto, y a metros, junto al cometero y al apicultor, hay una fiesta dentro de la fiesta, paralela a la del Orquideorama, donde debe estar tocando un grupo de salsa. Acá lo que hay es chirimía, y Carlos Mario –responsable del espacio de los masajes–, baila como poseso, da instrucciones a la gente para que también lo haga: “que la cabeza vuele como una cometa”, dice, y se dobla, y se desdobla, con esa gran mancha de vino en la ropa toda blanca. La pequeña multitud baila alrededor de un mantel amarillo extendido en la tierra, sobre el que descansan tres ahuyamas muy grandes, dos botellas de ron y una de vino, media docena de copas, un velón blanco encendido y un recipiente pequeño del que sale humo. Jhon dice “vamos a repartir el pan, pero en esta ocasión será la ahuyama”, y Rubén –aprendiz de brujo, coautor de las señales con cal escarchada en el suelo, de las varas, de los pabilos encendidos– las parte en dos con un cuchillo y hace que las mitades pasen de mano en mano por todo el círculo, entre quienes luego las recibirán, en pedazos, empacadas en bolsas transparentes. Mientras el pan es dividido, mientras Carlos baila y dice “la pelvis, suelten la pelvis”, y la gente la suelta, mientras suena la música – colombiana– y algunos graban y sacan fotografían con sus teléfonos, desde una vara vertical clavada en la tierra Frida Kahlo, con los pechos medio descubiertos, mira fijo y apunta con una pistola. Entonces suena la piragua y se reparten penachos de cañadulce,
de colores, que pronto empiezan a girar en una espiral que desde el cielo se vería amarilla, roja, naranja. La cereza es el baile en el Orquideorama, con Aires Corraleros, una papayera. No hay rincón que no esté poseído por el movimiento. Yo bailo con los míos, un par tiene camisetas que dicen cosas como “Soy asociado y estoy al día con mis aportes sociales”.

Son familia, pienso, y mientras bailan recuerdo una historia que escuché hace años de pasada y cuyos detalles conoceré luego, la génesis de este momento que ahora nos hermana en la emoción, una crisis financiera a la que todos llaman cooperativa porque fueron las cooperativas las que más perdieron. Los imagino en ese entonces, todos jóvenes, abrazando cooperativas pequeñas, comprando su cartera para que no perdieran los asociados. Los veo reunidos, pensando en qué hacer para decir –como dirá luego Adiela–, “no vamos a entregar el sueño así no más”, y luego invitando a las organizaciones amigas, culturales, comunitarias, de movimientos sociales, que han sido siempre su base, a participar en una fiesta que no era una despedida sino un gesto de resistencia que ahora se ha ensanchado y está patente en cada detalle, en cada recoveco. Casi escucho a la gente de esas organizaciones, muchas de las cuales todavía vienen al bazar, decir sí, los abrazamos, en la necesidad ponemos nuestra sangre para celebrar que existen a pesar de este bache en la historia. Y recuerdo el eslogan del bazar: “Lo que somos y hacemos siempre será una fiesta”. Mientras pienso en eso Jhon dice “me da hasta escalofrío mover todas estas ilusiones” y sopla un caracol, y el sonido envuelve a los danzantes mientras bailan joropo, y antes de hacer sonar por segunda vez el caracol me mira, mientras se ríe a carcajadas, que “el bazar hoy fue una colmena”.

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