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Marco Mejía, año 2012
Escritor, Colombiano.

A las imágenes de las Mil y una noche debemos la presencia del Bazar, el lugar delmercado, donde entre las voces que pregonan los tesoros, el rumor de la música cautivante del laúd, los encantadores de serpientes y los danzarines del fuego, se inicia la historia de un hecho que, cómo en aquella abundancia, traerá una mágica aventura.

Esa idea de que en el Bazar empieza todo lo sorprendente, ha pervivido en la permanencia de los Bazares en todas las culturas y su halo mágico volvió a mí, como si llegara de un rincón de la infancia, de una comarca que duerme durante el año y se despierta con toda su prodigalidad en el Bazar de la Confianza.

Ese, más que otro, fue mi sentimiento, cuando crucé la hospitalaria frescura de los senderos del Jardín Botánico y encontré la multiplicidad de colores que matizaban las zonas que como una aldea, levantada en el sueño, ofrecía los encantamientos del Bazar: los artistas itinerantes que personalizaban su imaginación hacia los públicos que se formaban alrededor de su espontánea aparición; los músicos y las comparsas que repartían el espíritu del festejo por todos los rincones; el bullicioso gesto del Mimo que invitaba a esa percepción de lo insólito que tienen las funciones del circo; las páginas de Pombo transitando por los prados a través de la representación de sus personajes; las estructuras lúdicas que desafiaban la destreza del niño que la madre motivaba con mano amiga.

Aquí y allí el rumor de la alegría y el ejercicio de la cotidianidad: los encuentros de amigos en los espacios del café arte, libros, discos, trueque, arte de las manos y conversaciones del corazón. “Cuanto tiempo ha pasado desde la última vez, fue en Jericó cierto, en el concierto que llevó Confiar del juglar español, ¿verdad? El Catire dedicando, a la mujer que lo escucha, su copla llanera con la metáfora de las pecas, rocío de chocolate sobre el rostro; el algodón de azúcar que evoca en la muchacha, que antes fue niña, el recuerdo de un Bazar de San Isidro en la plaza de un pueblo que sus padres debieron abandonar por la violencia y luego, un poco más allá hacia el mediodía, el grupo de familia, que extiende el mantel sobre el piso del Orquideorama por que la lluvia ha malogrado el almuerzo bajo los árboles del jardín, pero no importa, allí están todos reunidos, la lluvia los ha juntado y en la música de fondo suena Mi viejo, y los hijos sacan la torta sorpresa y despiertan al padre que abrazado a su esposa, hace la siesta.

El atardecer sabe llegar con la euforia y los todavía presentes se concentran atraídos por la música, que desde el escenario, llama a disponer el cuerpo para seguir los ritmos de esa sensualidad que tiene la música de raíces negras, el son que hace eco de una África lejana y que se vuelve geografía imaginaria en un barrio al occidente de Medellín. Al lado los montajes institucionales de Confiar son devorados por el hechizo del baile y la celebración -que festeja los 40 años de vigencia de una máxima: ahorrar con paciencia, gastar con parsimonia- se entrega a la contundencia de la orquesta que aúna los sentimientos de gratitud y de confianza.

Anochece en la inmensa fotografía del patio que solitaria en el montaje de vivienda invade el sueño del Guardián de las Pequeñas Cosas y piensa que quizás algún día pueda transitar por la magia que tienen los espacios de una antigua casa.

Al abandonar el Orquideorama los aromas nocturnos del jardín me llevan a una sospecha en la palabra Bazar, y la pienso como la multiplicidad de sensaciones de quien va al azar y acaso eso sea Bazar en el diccionario que se guarda en el cofre de las ilusiones.

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